30 de enero de 2009

Nesquik



Hay un momento trascendental en la vida de todo infante, el día en que tiene que elegir entre el Colacao y el Nesquik, pasando por una etapa de transición dedicada al VIP, que tenía como principal aliciente a Snoopy y sus pegatinas en la tapadera.



Los motivos de la decisión eran variados, la última promoción del producto, la posibilidad de regalos era un aliciente importante, los niños todavía no conocían el concepto fidelidad a una marca, el precio, decisión achacable a los padres, para nosotros todo era gratis y bastaba con cogerlo, o lo más raro, que no te gustara el Colacao, que te diera dentera los grumitos.

Suficientemente duro era beberse la leche con nata, sí con nata, una telilla densa que podía cubrir por entero el vaso, todavía se compraba la leche a los lecheros y era preciso hervirla, proceso que seguíamos como si se tratara de un verdadero espectáculo a la espera de que la leche, más bien la abundante espuma, desbordara la fascinante lechera de aluminio, la tarea de vigilar la cocción nos era encomendada y rara vez nuestro aviso llegaba a tiempo de evitar el desastre, nata + grumos era algo que mi exquisito paladar no podía soportar.

La instantaneidad del Nesquik era una de sus principales virtudes, algo que el Colacao no podía ni soñar, todavía no existía el Turbo, tirarse varios minutos, hasta conseguir volver loco a todo el mundo, dándole vueltas a la cucharilla era uno de los grandes placeres del desayuno, placer que se acompañaba de frustración en el caso del Colacao porque hicieras lo que hicieras siempre quedaban grumos, un misterio que sigue sin resolverse.

Otro de los grandes placeres del desayuno era la espera hasta que se calentaba la leche, espera que en ocasiones, las menos, era amenizada con el proceso de echar las dos, como mucho tres, cucharillas de Nesquik al vaso, las menos porque el proceso solía terminar con más contenido fuera del vaso que dentro, algo que secretamente esperábamos para poder chuparlo con los dedos, ante el escándalo generalizado de los padres.

La espera generalmente la hacíamos apretujados ante el radiador eléctrico de rejas (tiempo habrá de hablar del brasero, también llamado infiernillo, y de las bolsas de agua calentita, lo más cercano a la felicidad que existe, sobretodo en invierno, y sin calefacción, la calefacción en toda la casa es un invento que descubrimos ya en el insti) contemplando fascinados la ruleta del termostato, que inevitablemente acabábamos tocando, siempre aumentando la potencia, eramos pequeños pero no tontos, bueno un poco sí porque a veces lo apagábamos, lo que no servía de nada porque una de las características de esos radiadores era que empezaban a calentarse cuando ya estabas de camino al cole, por nada del mundo hubiéramos querido irnos en ese momento, sentarse en el radiador hasta quemarte casi el culo, o las manos, era mucho divertido, y por mucho que nos embutieran en veinte capas de ropa y nos dejaran reducidos a dos ojos grandotes por el gorro calado hasta las cejas, la bufanda, los guantes, e incluso orejeras, no era lo mismo, el pijama y la bata de celpa no admiten ninguna comparación.

La espera a que se calentara la leche no era tal espera, al menos no en su significado adulto de contratiempo, de pérdida de tiempo, era algo lleno de disfrute, contemplar como tu madre hacía las tostadas en el calentador redondo de la cocina que parecía un disco de vinilo, la de veces que nos habremos quemado tocándolo, contemplar el cerco redondo que quedaba en la tostada, generalmente chamuscado, de nuevo nos tocaba vigilar el proceso, con poco éxito, o ver como untaba las galletas María, las clásicas, las doradas llegaron después, creo, de margarina Tulipán y mermelada, por supuesto Helios, algo que no era habitual porque rara vez había tiempo para llevar a cabo semejante despliegue de medios, con cinco galletas mojadas en la leche íbamos que chutábamos, y más que chutados, porque el proceso de mojarlas era mucho más divertido que comerlas y se alargaba en el tiempo, terminando la mayoría de las galletas en el fondo del vaso por falta de consistencia, una galleta María mojada no tiene media ostia , fondo que como buen niñato tiquismiquis que castañeaba con los grumitos nunca ingería, incluso existe gente para las que eso consituye otro aliciente, hay gente así de rara, lo que si resultaba excepcional era el pan duro sobrante del día anterior frito, en esa época se decía freido, cortado en rebanadas bien anchotas y rebosantes de aceite, quien no lo ha probado no sabe lo que es la vida, aunque fuera un deporte de riesgo, porque otra cosa no, pero saltar el aceite salta, y mucho, nuestras madres eran unas heroinas, después de estos frugales desayunos terminaban con los brazos, y la cara, llenos de pequeñas quemaduras.



(a pesar de ser la foto de una cocinita de juguete es la que más se parecía a la cocina que describo, con sus dos fuegos redondos para calentar la leche y hacer las tostadas, y el compartimento de abajo a la derecha para meter la bombona)



Y por desgracia llegaba el fin, amenizado por la radio y la saga de los Porretas, y había que ir al cole, ¿habéis hecho pis?, por supuesto que no, suficiente teníamos con no olvidar el estuche.



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