8 de noviembre de 2009

COLACAO








“El desayuno de los campeones”, “colacao, colacao, tu fiel amigo”

La importancia trascendental de un buen vaso de colacao por la mañana no la calibraban ni los anunciantes del producto.

Cuando mamá te despertaba para ir al cole, y comprobabas que no había nevado, que tu ropa favorita de los domingos no te la podías poner hoy, que ni mamá, ni papá se creían que te dolía la tripa, ni la nuca, que de tu ataque de tos de mentira se burlaba hasta tu hermana pequeña, y aceptabas finalmente que sin solución habría que ir al colegio, aún quedaba un consuelo: EL COLACAO.

Te dirigías a la cocina con las botas de agua de aspecto interestelar ya puestas (cómo pesaban y qué calor daba el forro de borreguillo), con el pelo casi calado porque era la única manera con la que mamá lograba meter en cintura los pelos revueltos, y con la conciencia turbia por no haber terminado del todo los deberes la tarde anterior. Cerrabas un trato con el de arriba y le prometías que si no te sacaban hoy al encerado, por la tarde harías todos los deberes. El de arriba no siempre cumplía. Por abajo tampoco se cumplía siempre. Todo se zambullía en el vaso de colacao. Las galletas María, sí, el pan frito, también, los trocitos de pan sin freír cuando te daban un colocadito migao, sí, pero también las botas de agua, el pelo mojado, y los deberes sin terminar se empapaban de colacao y emergían salpicados de grumitos de choco. Y lo mejor para el final. Rebañabas al fondo del vaso los suculentos montoncitos a medio desleír, y con la cucharilla terminabas desenterrando del fondo a las compas de clase con las que jugabas a los ángeles de Charlie, y la importante misión de encontrar el cromo 57 para completar el álbum.

-¡Vamos, que llegáis tarde!

Y el movimiento de la cucharilla se volvía frenético porque lo más rico del Colacao son los grumitos del final y a ver si no iba a dar tiempo a tomárselos antes de ir al colegio.

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